¡Mírala! Por fin llegó el momento que tanto tiempo llevaba esperando. Lo ha conseguido. Ya no habrá nadie que pueda perturbarla. Todas aquellas ocasiones en las que se escabullía como si de una simple anguila se tratase, han quedado ya atrás. Ahora se encuentra tal y como ella estimaba. ¡Menuda cobarde!
La ligera sonrisa a la que me veo obligada a alumbrar no hacen sino perturbarme profundamente. Apenas llevo dos días junto a ella, y no puedo de dejar de maldecir una vez tras otra tan desgraciado destino. Yo, que tantas esperanzas hube depositado al nacer, me he topado con la cruda realidad, aquella de la que vagamente oí susurros durante mis primeras horas de gestación. Ay, Señor… ¿Acaso ha habido algo en lo que te haya fallado para ser merecedora de tan insufrible castigo? Y si ha sido así, dime, ¡por favor!, ¿qué he de hacer?
La fidelidad que hacia ti aún siento me impide ignorar aquello que mi ojo me muestra. Ante mí tengo a una agraciada joven que siquiera a comenzado a vivir para rendirse e ignorar aquello con lo que tanto soñó en un pasado no muy lejano. Se preguntará como conozco todo esto que le cuento. La respuesta es sencilla: ella me lo dice. No me pregunte la razón de este hecho, es así y punto; ya llegará el día en que la hermosa cobarde, que, por cierto, a cada hora se torna más y más pálida, me lo explique. Hasta entonces, no me queda sino esperar e iluminar, esperar e iluminar…
Un momento…¡no!…¡no puede ser verdad! A mi espalda algo comienza a cambiar. ¿Eres tú? ¿Te has acordado finalmente de mí?
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